Me encontré entonces, en medio
de aquel océano, agitado sin piedad por las turbulentas y oscuras aguas que en
la noche me abrazaban con brutales empujones, sumergiendo mi cabeza en su
negrura para robarme el poco oxígeno que mis pulmones conservaban.
Desesperado braceaba intentando
mantenerme a flote, angustiado al saberme solo en aquella inmensidad, luchando
a brazo partido con la tormentosa furia de los elementos desatados a mí
alrededor. Nada a que asirme, sólo las gélidas aguas que acogían cada movimiento
de mis brazos como si una pléyade de invisibles sirenas los quisieran retener
en su densidad, tirando de mí hacia el fondo. Mis pensamientos comenzaron a
viajar hacia el pasado, recordando cosas vividas, cosas hermosas, motivos que
me dieran fuerzas para resistir los embates de la tormenta, recuerdos que me
mantuvieran a flote unas horas más, unos minutos, ansiando que con ello pudiera
calmar aquella terrible situación súbitamente, que yo pudiese superar y sobrevivir
a tan asfixiante pelea con aquel mar inmenso y abrumador en sus mortales
intenciones.
De repente, una luz ínfima,
titubeante, surgió entre las brumas, lejana pero cercana a la vez. Una luz que
fue lentamente ganando en intensidad y cuyo resplandor pareció ir sosegando mi
alma, a la vez que la furia de las aguas. Una luz a la que intuí acompañaba una
cálida voz que también se fue haciendo cada vez más nítida, más presente.
La luz me envolvió, la voz me
acunó, hasta que, con una caricia en mi rostro llegaron hasta mí consiguiendo
devolver la placidez a aquel océano y sacarme de sus aguas, una vez más.
-Cálmate mi amor, cálmate –me
decía mi amada vuelta hacia mí en la cama, besándome dulcemente en la mejilla y
acariciando mis cabellos-, despierta y olvida tu pesadilla que yo estoy a tu
lado.
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