El viejo gustaba de enseñar equilibrios a
su esmirriada cabra y nosotros seguíamos embelesados las que veíamos como increíbles
cabriolas: vueltas y revueltas que realizaba aquel empecinado animal, dibujando
una sonrisa en nuestros labios
Destilaba
magia y amor cada movimiento del conjunto que conformaban el enjuto hombre y la
huesuda cabra.
Luego, cuando el animal empezaba a
cansarse, con rápidos giros de sus manos dominaba el aire el anciano y nos
embrujaba a todos, haciendo aparecer y desaparecer una misteriosa bolita de
color rojo.
Y
después, inventaba sueños haciendo nuevos equilibrios, esta vez con la palabra,
para convertirlos en bellas historias con cuerpo de rima, embelesando y
alimentando nuestros oídos, nuestros corazones, mientras la cabra dormitaba a
su vera.
En
aquel pequeño solar, entre cascotes y suciedad, también nosotros hacíamos
equilibrios, niños que escapaban al hambre y al dolor, a la cruel realidad de
una dura posguerra. Allí podíamos vivir otra vida, huir de nuestras verdades,
soñar con mundos mejores unas pocas horas al día, siempre al atardecer, justo
antes de que despertaran las sombras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario