Amira permanecía acurrucada en la yacija
mientras las lágrimas se escurrían dulcemente por sus mejillas, acariciando un
pequeño cuchillo para descarnar pieles: el único recuerdo que poseía de su
padre, su tesoro. Al otro lado de la sucia sábana que colgaba del techo a modo
de separación, escuchaba el llanto contenido de su madre mientras el sarnoso
cristiano que las había acogido en su
pocilga, abusaba sin piedad, una noche más, del todavía joven cuerpo de Mawiya,
para acabar gruñendo como un cerdo y quedar dormido sobre ella.
-¡Yacerás conmigo cuando yo lo desee y no os
faltará ni techo, ni lecho, ni comida! –les había dicho el día que atravesaron por
primera vez el umbral de su cochambrosa vivienda- ¡Todo tiene un precio y debes
pagarlo!
Pero el precio era alto.
Amira, una adolescente con apenas trece
años, había vivido demasiadas cosas desde que su padre fuera asesinado vilmente
en la última revuelta instigada por los enloquecidos clérigos contra los
musulmanes y judíos que sobrevivían en Valencia. Vio como lo sacaban a rastras
de su taller y lo destripaban ante los atónitos ojos de su madre y de ella
misma, luego le cortaron la cabeza y la llevaron como trofeo. A ellas las
violaron y las dejaron tiradas en mitad de la polvorienta calle, bañadas en la sangre
del asesinado.
Cuando el silencio reinó en la casa, roto
tan sólo por los violentos ronquidos del cerdo cristiano, Amira se incorporó y,
lentamente, apartó la astrosa cortina. Su madre dormía, cubriendo su desnudo
cuerpo con los restos del sayo roto por el ímpetu sexual del hombre en su
exacerbado deseo por poseerla. Él, tumbado sobre la espalda, bufaba con su
peludo cuerpo al descubierto.
Amira hizo lo que venía rumiando desde hacía
varios días. Con movimientos firmes, tomó con su pequeña y delicada mano el
miembro del cristiano y, de un solo tajo, lo seccionó con el cuchillo de su
padre.
Poco gritó el cerdo desangrándose pues la
joven, con gesto certero, lo degolló. Mawiya saltó aterrada de la cama, al
tiempo que Amira, apretando los dientes, murmuraba:
-Todo tiene un precio, cristiano.
JF. 01.02.17