-¡Soy una mierda! –murmuró caído sobre las
bolsas de basura que se amontonaban junto a los contenedores- ¡Un mierda
rellena de alcohol!
Vació de un trago lo que quedaba de vino en
la botella y la lanzó sin acierto contra un gato que rebuscaba entre los
abundantes desperdicios que había producido la Nochebuena en el vecindario.
-Y una mierda solo puede estar entre la
inmundicia –afirmó balbuceante removiendo su cuerpo revestido con un sucio
traje de Santa Claus entre las negras bolsas, consiguiendo romper alguna de
ellas y desparramar su contenido.
Un año hacía ya que arrastraba su cuerpo por
los rincones de la ciudad, llorando su amargura, envenenándola con vino barato
para acallarla, acusándose día y noche de la pérdida que lo había llevado hasta
aquel estado de abandono y desesperación, clavándose puñales de odio hacia sí
mismo en el corazón, intentando ahogar en alcohol su vida.
Un año.
Nochebuena, cánticos navideños en las
calles, luces de colores en las avenidas, alegría en los rostros y él, algo
chispado por las últimas cervezas compartidas, conduciendo su coche con la
música bien alta, uniendo su voz a la de su mujer y su pequeño para cantar un
viejo villancico, volviendo a casa después de realizar las últimas compras
navideñas, escasas por supuesto pues hacia seis meses que había perdido su
empleo. De repente apareció aquel maldito perro, negro como la noche y se detuvo
en medio de la calle mirándolos con unos ojos que brillaban como diamantes. Él
quiso esquivarlo, pero los reflejos le fallaron en el último momento y acabó
por empotrarse contra la esquina de unos grandes almacenes. Aturdido por el
tremendo golpe, acertó a quitarse el cinturón de seguridad y se giró hacia su
mujer que, aparentemente, había perdido
el conocimiento. Miró hacia atrás pero su hijo estaba caído entre los dos
asientos. Desesperado forzó la puerta atrancada hasta conseguir abrirla y salió
trastabillando para caer sobre el asfalto. El motor prendió. La poca gente que
estaba en la calle corría hacia ellos.
Cuando intentó levantarse el coche se
convirtió en una hoguera con una sorda explosión. Alguien lo tomó por los
brazos y lo alejó de las llamas. En su aturdimiento sólo llegó a escuchar el
desgarrador grito de su hijo llamando a su madre, luego silencio, oscuridad.
Perdió el sentido, perdió todo lo que tenía.
Primero el chirrido de un frenazo, luego el
sonido grave del impacto, lo devolvieron a la realidad. Como impulsado por un
resorte se irguió sobre la basura y salió corriendo hacia el principio del
callejón. Un coche acababa de empotrarse contra la esquina de un comercio.
Corrió desesperado.
Arrancó la puerta del conductor para sacar a
una mujer que lo miró con ojos vidriosos y perdió en sentido; la depositó
inconsciente en el suelo, luego con furia rompió los cristales de la otra
puerta lateral y, cuando las llamas prendían en el motor, consiguió abrirla tomando
en volandas a un niño de unos seis años, casi como su hijo, que lo miraba con
ojillos espantados, y llevarlo al lado de la mujer. Luego, tras confirmar que
los dos estaban a salvo se dirigió de nuevo al coche y se introdujo en él,
justo en el momento que, con una explosión éste se vio envuelto en llamas.
-¡Ha sido Papa Noel, mama! –gritaba el niño
zarandeando en cuerpo inerte de su madre- ¡Ha sido Papa Noel!
JF. 15/12/2016