-No es mi mejor obra pero siempre va conmigo
–me dijo mientras alargaba la mano en la que sujetaba un vaso con güisqui-.
Pertenece a la serie dedicada a María, una muchacha que se cruzó en mi vida
para darle un giro inesperado. Eran diez obras, cada una reflejando una parte
de su delicado cuerpo, todas las vendí cuando ella… -su voz pareció quebrarse,
aunque se rehízo de inmediato- pero esta me recuerda demasiadas cosas y no pude
abandonarla
Tomó un sorbo haciendo tintinear el hielo
contra el vidrio y se acercó a la fotografía, mientras yo permanecía sentado en
al banco de la exposición en silencio. Únicamente le había comentado, al saber
que era el autor, el sentimiento de desolación que me transmitía aquella
imagen.
-Habla de dolor –dijo sin mirarme- y de
soledad, puesto que dolor y soledad fue lo que dejó en mi alma su marcha y eso,
como una premonición, quedó plasmado en esta foto: ella iniciando su andadura
por un camino que la llevaría a ninguna parte, un doloroso camino del que no fui
capaz de apartarla. Ella era una niña de apenas diez y nueve años y yo, yo ya
rozaba los cincuenta. Me enamoré como un chiquillo y perdí la cabeza. No supe
entender que debía dejarla volar y me empeñé en encerrarla en un frasco de
cristal, en un mundo que no era el suyo, que era el mío, un mundo lleno de
mentiras y falsas posturas. Y al final el frasco se rompió y ella conoció otros
mundos y eligió el más duro, el más fácil, el mundo de los sueños al galope de
un caballo que corroe las entrañas, los cerebros y la vida…
Se volvió hacia mí y me miró como si no
hubiera reparado en que yo estaba tras de él, luego prosiguió su dolido
monólogo.
-Desolación, sí, eso quedó en mi alma para
siempre, desolación y una herida que jamás podrá curar.
Apuró el contenido del vaso y, sin
pronunciar más palabras, se giró y caminó con paso cansino hacia el camarero
que ofrecía bebida a los asistentes a la exposición en busca de un nuevo brebaje en el que ahogar su dolor.
Josep Ferrà
12/09/15
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