miércoles, 10 de junio de 2015

DE DOÑA ROSA Y DON JUAN




Cuando Doña Rosa, mujer de indiscutido buen ver y mejor yacer, levantó la vista queriendo agradecer al joven clérigo el vaso de agua que éste le ofrecía para que repusiera las muchas lágrimas de cocodrilo vertidas por su difunto anciano esposo, todavía de cuerpo presente, sintió que su corazón se aceleraba y un sofoco irrefrenable encendía su rostro y su nada virginal entrepierna.
-¡Confesión! –demandó ardorosa ella, mirando al párroco a los ojos, en tanto las viejas plañideras, que en la habitación lloraban por la muerte del bueno de Don Crisóstomo, cabecearon mostrando en sus labios un incontenido gesto de censura.
Después todo sucedió con rapidez, pasados a la habitación contigua confesor y pecadora, despojaron de vestimentas sus cuerpos, mientras musitaban oraciones de perdón, mil veces repetidas y sobadas.
-¡Ah, Don Juan! –suspiró la penitente hallándose próxima al éxtasis.
-Decidme Doña Rosa –murmuró él, agobiado por los movimientos que sobre ella ejercitaba.
-¡Vos sí que sabéis consolar a una viuda!
-¡Y vos confesaros con devoción incontenible, Doña Rosa! –exclamó vehementemente el joven tonsurado.

JF.  20.03.15

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