martes, 16 de junio de 2015

EL FIN DEL MUNDO



Cuando Sihuca vio aparecer entre la frondosidad de la selva a aquel monstruo de largas patas, que lanzaba bufidos furiosos al caminar y que llevaba sobre sus lomos un ser cuyo cuerpo estaba revestido por escamas brillantes, sintió que sus carnes tiritaban y sus piernas se negaban a moverse. Apartó a su pequeña hermana Yareni hasta situarla tras de él y se aclamó al Mago Colibrí, Huitzilopochtli, pidiéndole que aquello fuera un sueño.
Pero tras el monstruo surgieron cuatro más y uno de ellos señaló hacia donde Sihuca había quedado paralizado por el terror, tras lo cual otro de los seres escamados levantó un palo que lanzó fuego por su punta e hizo llegar hasta el muchacho un mágico golpe que lo derribó a tierra, haciendo manar sangre de su hombro y produciéndole un daño terrible.
-¡Corre Yareni! –gritó el joven apretando los dientes al levantarse.
Y corrieron ambos cogidos de la mano perdiéndose en la espesura de la selva, mientras Sihuca lloraba por el dolor que la herida mágica le producía y por la trágica confirmación a sus ojos de lo que dijera el viejo ticitl, el sacerdote-médico, la noche anterior.
-¡Lo he visto en sueños, hermanos! ¡Nuestro mundo se acaba! –dijo con voz desesperada el ticitl- Nuestra vida ya no será nunca más igual… Se acerca el fin del mundo… Nuestros dioses nos han abandonado a manos de esos otros dioses que han llegado por el mar.
Sí, ahora estaba seguro, al verlo con sus propios ojos, al sentir en sus carnes el poder de esos nuevos dioses: la vida, su vida, la de su pueblo, nunca volvería a ser igual…

JF- 02.04.15

AQUEL MAYO FRANCÉS



Roberto, Don Roberto, llevaba horas contemplando en silencio el juego danzante de las llamas retozando en la chimenea, juego de luces y sombras rielando. Sus ojos brillaron al desviar la vista hacia la repisa donde descansaba un burdo adoquín junto a la foto en blanco y negro de dos jóvenes sonrientes señalando un grafiti en que se podía leer “Il est interdit d’interdire”, uno de los muchos gritos que resonaron en las calles de París aquel mes de mayo casi cincuenta años atrás.
Sobre la mesita el vaso de zumo y las seis pastillas de cada noche.
Roberto, Don Roberto, estaba cansado de vivir, cansado de esperar, cansado de estar cansado, harto de su soledad y de la triste monotonía instalada en su existencia.
Aquella noche echaba especialmente a faltar a la joven que posaba junto a él en la foto de la repisa, Suzette. Fue un romance intenso que duró algo más de un mes. Hijos del deseo se entregaron a las más insospechadas locuras aprendiendo a gozar con sus cuerpos. Corrieron ante la policía y lanzaron más de un coctel contra empresas del enemigo capitalista. Rieron y lloraron, cantaron y soñaron, rompieron con otros muchos los moldes de la anquilosada sociedad que los encorsetaba, levantaron las empedradas calles buscando el mar bajo los adoquines… fueron rio y fueron fuego, fueron rebelión y esperanza, fueron parte de una ilusión que estremeció al mundo y lo obligó a abrir los ojos ante una nueva realidad…
Suzette murió en sus brazos, alcanzada durante una de las últimas manifestaciones por una bala perdida disparada por elementos de ultra derecha, movilizados por el gobierno para reventar las acciones estudiantiles y obreras de aquel mayo francés.
Roberto, Don Roberto, sintió una vez más que las lágrimas rodaban por sus mejillas al recordar aquella terrible noche, pero también sintió la garra que ahora se clavaba en su pecho tirando de su garganta, ahogándole.
Quiso levantarse, pero el dolor se hizo más agudo. Alargó la mano hacia la fotografía, sin llegar a ella.
-¡Suzette! –musitó.
…Y Suzette tomó su mano y lo llevó con ella.

JF. 31.05.15

miércoles, 10 de junio de 2015

DE DOÑA ROSA Y DON JUAN




Cuando Doña Rosa, mujer de indiscutido buen ver y mejor yacer, levantó la vista queriendo agradecer al joven clérigo el vaso de agua que éste le ofrecía para que repusiera las muchas lágrimas de cocodrilo vertidas por su difunto anciano esposo, todavía de cuerpo presente, sintió que su corazón se aceleraba y un sofoco irrefrenable encendía su rostro y su nada virginal entrepierna.
-¡Confesión! –demandó ardorosa ella, mirando al párroco a los ojos, en tanto las viejas plañideras, que en la habitación lloraban por la muerte del bueno de Don Crisóstomo, cabecearon mostrando en sus labios un incontenido gesto de censura.
Después todo sucedió con rapidez, pasados a la habitación contigua confesor y pecadora, despojaron de vestimentas sus cuerpos, mientras musitaban oraciones de perdón, mil veces repetidas y sobadas.
-¡Ah, Don Juan! –suspiró la penitente hallándose próxima al éxtasis.
-Decidme Doña Rosa –murmuró él, agobiado por los movimientos que sobre ella ejercitaba.
-¡Vos sí que sabéis consolar a una viuda!
-¡Y vos confesaros con devoción incontenible, Doña Rosa! –exclamó vehementemente el joven tonsurado.

JF.  20.03.15