Cuando
Sihuca vio aparecer entre la frondosidad de la selva a aquel monstruo de largas
patas, que lanzaba bufidos furiosos al caminar y que llevaba sobre sus lomos un
ser cuyo cuerpo estaba revestido por escamas brillantes, sintió que sus carnes
tiritaban y sus piernas se negaban a moverse. Apartó a su pequeña hermana
Yareni hasta situarla tras de él y se aclamó al Mago Colibrí, Huitzilopochtli, pidiéndole
que aquello fuera un sueño.
Pero
tras el monstruo surgieron cuatro más y uno de ellos señaló hacia donde Sihuca
había quedado paralizado por el terror, tras lo cual otro de los seres
escamados levantó un palo que lanzó fuego por su punta e hizo llegar hasta el
muchacho un mágico golpe que lo derribó a tierra, haciendo manar sangre de su
hombro y produciéndole un daño terrible.
-¡Corre
Yareni! –gritó el joven apretando los dientes al levantarse.
Y
corrieron ambos cogidos de la mano perdiéndose en la espesura de la selva,
mientras Sihuca lloraba por el dolor que la herida mágica le producía y por la
trágica confirmación a sus ojos de lo que dijera el viejo ticitl, el
sacerdote-médico, la noche anterior.
-¡Lo
he visto en sueños, hermanos! ¡Nuestro mundo se acaba! –dijo con voz
desesperada el ticitl- Nuestra vida ya no será nunca más igual… Se acerca el
fin del mundo… Nuestros dioses nos han abandonado a manos de esos otros dioses
que han llegado por el mar.
Sí,
ahora estaba seguro, al verlo con sus propios ojos, al sentir en sus carnes el
poder de esos nuevos dioses: la vida, su vida, la de su pueblo, nunca volvería
a ser igual…
JF-
02.04.15