Ella
se lo juró mil veces, pero yo nunca la creí, de hecho cuando él murió sé que le
faltó tiempo para encamarse con otro hombre, con el que ya lo había hecho antes,
en vida de su pareja.
Se
le llenaba siempre la boca de promesas de amor eterno, diciéndole que se
dejaría morir si él le faltaba, que su vida no tendría sentido sin él, que su
amor traspasaría las barreras de la vida y seguirían amándose más allá de la
muerte… y no sé cuantas mentiras más que se llevó el viento el día que él cerró
los ojos para siempre. Muchos llantos y ropas negras, pero su carne, todavía
joven, reclamó de inmediato quién la tomara de nuevo y le diera el placer que
necesitaba, alguien que la cubriera como si estuviera en un celo constante.
Yo
sí lo quería, yo si estaba dispuesto a dar mi vida, a no abandonarlo jamás, a
devolverle todo el cariño, el amor que me prodigó en vida; por eso me veis aquí
ahora, sobre su lápida, surcadas mis mejillas por el llanto, despreciando el
agua y la comida que me traen algunas almas buenas. Yo sí quiero morir por él,
con él, consumirme con la pena que muerde mi corazón.
Yo
nunca compartí esa locura de amor que él tuvo por su compañera. A mí sólo me
llegaron migajas, pero fueron suficientes para demostrarme lo que me quería,
amor que yo le devuelvo ahora postrado a su lado, dejándome morir para estar
con él para siempre. Y es qué nosotros, los perros, aunque hay quién dice lo
contario, sí sabemos de fidelidad y amor eterno…
JF.
12.04.15
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