Todavía estaban frescas en
su cabeza las imágenes de lo que había sucedido apenas unas horas antes. La
loca carrera por los jardines, perseguido por aquellos hombres de blanco que
gritaban sin cesar. Su desnudez que recogía feliz la caricia del aire recorriendo
cada poro de su piel. Las voces lejanas de los otros encerrados tras vítreos muros
de soledad e indiferencia, los mismos que lo habían mantenido apartado a él
durante un tiempo que ni él mismo recordaba.
Allí les hacían creer, los
inducían a darse por vencidos, a resignarse a vagar eternamente entre ese punto
irreal que se esconde en el fondo de la mente y lo que en ese momento los
rodeaba. Ahora sin embargo todo sería distinto para él, porque ahora era
consciente, no de lo que ellos decían que fue, no de la no-vida que ellos
intentaron inculcar en su cabeza, era consciente de lo que era, de lo que sería
y de lo que tenía que hacer.
Finalmente había logrado
darles esquinazo, saltando milagrosamente el muro que los separaba del mundo
exterior para salir a la calle, libre, maravillado de que ese mundo que lo
apartó abriera de nuevo sus puertas para él. No le importaban las miradas
escandalizadas de las gentes con las que se cruzaba, ni que los coches se detuvieran
a su paso, ni las voces de los conductores, ebrios de estupidez, que le
gritaban obscenidades que él no escuchaba. Volaba sin notar que sus pies
tocaran la tierra, sin sentir las heridas que manchaban de sangre el pavimento.
Era una sensación mágica, única, a tal punto que comenzó, casi sin enterarse, a elevarse del
suelo, ligero como una pluma, con los brazos extendidos y los ojos cerrados,
subiendo, subiendo hacia el cielo por unas largas escaleras de oscuridad que
parecían no acabar nunca, elevándose hacia la luz, creyendo sentir a su lado,
rozándole el rostro, los aleteos de las aves que lo rodeaban y, casi diría, lo
llevaban en volandas hasta depositarlo sobre una azotea donde detuvo su loca
huida, para caminar de nuevo sobre el cálido piso de la terraza, lenta,
mayestáticamente.
Llegado al muro de adobe
que la limitaba, se encaramó sobre el pretil para ponerse de pie, alzándose
sobre la ciudad que ahora estaba a sus pies sin que ningún sonido le turbara,
solo el silencio le hacía compañía, un silencio roto tan solo por la voz
agradable del viento que lo abrazaba amorosamente, y por el aleteo fugaz de las
aves que volaban a su alrededor.
Miró hacia abajo, donde
comenzaban a reunirse un montón de hormigas humanas, en número cada vez mayor, confundiéndose
con el gris del asfalto, señalándolo, removiéndose, agitándose expectantes. Sus
voces no llegaban hasta él, ni le importaba lo que dijeran. Era libre por
primera vez en su vida, se sentía libre: libre de hacer lo que quisiera.
Sí, ahora era realmente
consciente de lo que era, de lo que quería ser y, sobre todo, de lo que tenía
que hacer.
Extendió sus brazos hasta
ponerlos en cruz y aspiró profundamente. Si había llegado hasta allí,
elevándose desde el suelo, volaría nuevamente hasta huir definitivamente de
aquel mundo que lo oprimía, que lo negaba, volaría hasta las montañas o más allá,
hasta el mar y lo cruzaría, para llegar a otras tierras, a otros mundos donde
nadie lo conociera, donde pudiera ser y comportarse como ahora sabía que debía.
Se había transformado, o
mejor había recuperado el yo que le robaron, y tenía que emprender el vuelo
definitivo.
Miró nuevamente al enjambre
vociferante que lo acompañaba desde la distancia y sonrió. Aquellas hormigas
nunca sabrían lo que era la libertad, nunca podrían volar como él.
Cerró los ojos y vació
completamente su mente, aislándose de todo, arrinconando las imágenes irreales
que destellaban en su cerebro recordándole una vida que no era ya la suya,
martilleando dolorosa y permanentemente su cabeza haciéndole ver y vivir una
existencia ajena, una existencia que no le pertenecía ya.
Se sintió increíblemente
ligero, poderoso, único, libre…
Con movimientos que duraron
una eternidad, agitó grácilmente su cuerpo, tomó impulso y se lanzó
decididamente al vacio.
… Y su vuelo se hizo
infinito.
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