La historia que voy a contaros ocurrió hace
muchos, muchos años, cuando en estas tierras reinaba Abd al-Aziz ibn Amir,
nieto del gran Al-Mansúr bi-Allah, y era la mano del glorioso Allah, sea
por siempre bendito su nombre, la que gobernaba y ordenaba las vidas de los que
las habitaban, según sus preceptos y revelaciones contenidas en el sagrado
Alcorán, y era a él a quien los hombres elevaban sus plegarias.
Era
entonces mucho más grande este hermoso lago y muchos más densos los bosques que
lo rodeaban, que llegaban hasta la bella Balansiya en su lado norte y a las
muchas alquerías que circundaban sus orillas por el lado de poniente,
Manzil-Nasr, Alboayal, Suhayla, Beni-Túzem, Al-Hofra, Banu-Barriyal y algún
pequeño puerto de pescadores; regando con sus aguas por el sur importantes
poblaciones como son Colla-Aeria, Suwayqa y Al-jabbazín, además de algunas
otras alquerías como Al-Balat o Suylana.
Todas ellas han crecido hoy convirtiéndose, en manos de infieles, en
núcleos donde ellos habitan y donde se persiguió a nuestros hermanos de fe con
saña, buscando su conversión o su muerte. València, Massanassa, Albal, Silla,
Benetússer, Alfafar, Beniparrell y otra que llaman Catarroja, Cullera, Sueca,
Algemesí, Albalat, Sollana… tales han sido los nombres con que han designado
los hijos cristianos del diablo a las que antaño fueran hermosas y ricas
alquerías y pueblos de sonoras y bellas denominaciones en nuestra cantarina
lengua.
Y fue
aquí, junto a las límpidas aguas de este
estanque, al que llamamos Al-buhayra y los cristianos Albufera distorsionando
la pronunciación de su nombre verdadero, entre los cañaverales que surgen al
lado de las claras y dulces aguas que provienen de numerosos riachuelos y
manantiales y se mezclan sin rubor con las
saladas aguas del mar; aquí mismo fue donde nació en una humilde barraca el
primogénito de un joven matrimonio de escasos posibles y muchas ilusiones, un
niño al que pusieron por nombre Sa’id, que como sabéis quiere decir “feliz”,
pues al poco de nacer ya se distendieron en una sonrisa sus pequeños labios,
sonrisa que jamás desapareció de ellos en todos los años que vivió.
Fue
Sa’id el primero de una numerosa prole, hasta doce hermanos tuvo, cuatro niños
y ocho niñas. Al nacer el último de ellos su padre, desesperado por la pobreza
en la que vivían, decidió marchar a la ciudad de Balansiya en busca de mejor
fortuna, dejando a cargo de su amada esposa Yazira y del joven Sa’id la barraca
que habitaban y el trozo de tierra que cultivaban.
Sa’id
transmitía su vitalidad y su alegría a su madre y a sus hermanos haciéndoles
más llevadero el sufrimiento por su situación, multiplicándose para realizar
las tareas de la casa y de la huerta además de encontrar tiempo para jugar con
los más pequeños, cazar liebres y perdices entre la frondosa vegetación que
rodea la laguna y, sobre todo, algo que le encantaba, escapar por las noches a
pescar en una pequeña barquichuela que impulsaba con una larga vara llamada
percha hasta las partes más profundas de la Al-buhayra, para llevar
por la mañana ricos peces que colocar en la mesa de su casa.
Su
padre regresaba a casa cada quince o veinte días, cuando el sol asomaba por
encima de los altos pinos, trayendo sus miserables ganancias convertidas en
alimentos, ropas y alguna baratija, suponiendo su llegada una fiesta en la casa
de la que todos participaban con júbilo y el mismo día, poco antes del
anochecer, volvía a marchar a la ciudad. Con el tiempo se distanciaron más sus visitas
hasta que un día, a la hora de partir, se despidió de su mujer diciéndole que
iba a la guerra para ganar más dineros y que no sabía cuando volvería.
Y
allí quedaron todos llorando de pena, todos menos Sa’id que, con gesto alegre
despedía a su padre, asegurándoles a sus hermanos que lo verían volver cargado
de oro y de honores, pues era valiente y fuerte y tendría grandes aventuras que
después les contaría a la luz de la lumbre en las noches de invierno.
Pasaron los años y Sa’id se convirtió en un joven fuerte y hermoso, de
facciones marcadas y musculoso cuerpo, de pelo negro y ojos color de la miel,
aunque nada cambió su carácter alegre y feliz ni cejó en su constante laborar
para llevar adelante a su familia mientras esperaban el retorno de su padre.
Seguía saliendo cada noche en busca de pesca con su pequeña barca y la percha,
recorriendo las aguas de la
Al-buhayra para capturar las escurridizas anguilas con unas
cestas que el mismo hizo, o los sabrosos llobarros o los pequeños pero ricos
samarucs, o las llisas que tan buenas están al horno. Muchas horas permanecía
perchando en las claras aguas de la Al-buhayra, pues le encantaba aquel faenar,
alumbrado por la luz de la luna y el brillo de las estrellas.
Y
desde el cielo, sin que él lo supiera, lo contemplaban todas noches los tiernos
ojos enamorados de una bellísima hurí que vivía con otras muchas habitando la Yanna, el paraíso del que
habla nuestro Al Corán, y en el que esperan la arribada de los fieles que
abandonan el mundo de los vivos para reposar durante mil años junto a ellas,
disfrutando de los placeres y las bendiciones ganadas por su recto proceder en
la tierra viviendo según los preceptos coránicos, compartiendo allí las
delicias de la existencia más placentera junto a las huríes, los ghilman y los
malaks, benditos ángeles del paraíso.
Esta
joven virgen asomaba cada noche, como ya os he dicho, al balcón de oro de su
pabellón desde el que veía faenar alegre y feliz al joven Sa’id, soñando con
estar a su lado algún día, enamorada sin saberlo de aquel bronceado pescador.
Quiso
el destino, juguetón en ocasiones, que esta hurí asomara en exceso una de las
noches en que la luna más brillaba en el cielo y perdiera el equilibrio cayendo
hasta la tierra convertida en una estrella de blancos destellos, que descendió
rápida como el viento hasta penetrar con un sordo sonido en las transparentes
aguas de la gran laguna de la
Al-buhayra, no muy lejos de donde estaba faenando en su pequeña
barquita el joven Sa’id que la vio caer sorprendido a la vez que maravillado
por tan prodigioso suceso.
Perchó con firmeza el muchacho hasta llegar al lugar donde la estrella
cayera, viendo a través de las limpias aguas la brillante bola de luz que
reposaba entre el fango. Sin pensarlo dos veces se arrojó al agua bajando hasta
donde la estrella estaba y, tomándola entre sus manos, volvió a la superficie
comprobando que su tacto era tibio, agradable. Más cual no sería su sorpresa al
distinguir, dentro de aquella esfera que parecía de cristal y que emanaba luz,
la delicada figura de una muchacha que lo miraba atemorizada, diminuta y
frágil, desde el interior, abrazando sus piernas como un niño asustado.
La
tranquilizó Sa’id hablándole con suave voz y sonriéndole como solo él sabía
hacerlo.
Pero
no fueron los ojos de Sa’id los únicos que vieron la caída de la estrella.
Oculto entre las cañas se escondía un rufián con alma de shaiatím, el pérfido
diablo, llamado Wâhid, que significa “solo”, pues solo había vivido toda su
vida apartado de los demás por su carácter extraño y violento. Contempló con
interés la recogida de la esfera por parte de Sa’id y se prometió hacerse con
ella para venderla y sacar unos buenos dirhams de plata.
Llegado hasta la orilla, depositó Sa’id la esfera en el suelo y… ¡Oh,
maravilla!, la hermosa doncella que en ella estaba surgió esplendorosa, vestida
con las delicadas gasas de hurí y con su cara descubierta dejando ver la finura
de la línea de su nariz, la suavidad sensual de sus labios y la intensidad del
mar reflejada en sus ojos, llevando, enredada en su negro cabello una diadema
con letras de oro. Al momento Sa’id quedó prendado de tanta hermosura y cayó
arrodillado a los pies de la virginal muchacha, encendidos sus sentidos por la
contemplación de tanta belleza. Los lazos del amor los enredaron a ambos
aquella noche y se juraron no separarse jamás, viendo cumplido su deseo, la
joven, de yacer con aquel magnífico y alegre núbil, y sintiéndose él obnubilado
por la delicada belleza de aquella vestal a la que entregó su corazón para toda
la eternidad y a la que puso por nombre Siomara, la estrella más hermosa del
universo.
Mas
el villano Wâhid había llegado cerca de los amantes y contemplado toda la
escena que ante él se desarrolló, hasta que ambos quedaron placidamente
dormidos bajo la mirada amable de la luna. Salió Wâhid, sigiloso como un zorro,
de su escondite con intención de raptar a la muchacha, pues mayor sería el
beneficio por una esclava bella que por una bola brillante, pero al tocarla ésta
abrió los ojos y, con mayor rapidez de la que os lo cuento, volvió a introducir
su cuerpo en la esfera de luminoso cristal, quedando de nuevo prisionera en
ella.
Wâhid
la tomó con ávida ruindad e introduciéndola bajo sus ropas salió corriendo.
Despertó a Sa’id un desesperado grito que resonaba en su cabeza,
demandándole auxilio, y que identificó rápidamente como de Siomara, su amada
hurí. Levantó sobresaltado comprobando que la muchacha y la esfera habían
desaparecido.
Tomando de nuevo su barquita, perchó con desespero hasta llegar a su
barraca donde, con voz entrecortada y llorando por vez primera en su vida,
contó a su madre lo sucedido; explicándole finalmente que debía partir en busca
de Siomara pues su corazón había perdido la alegría y moriría si no la hallaba
de nuevo.
Subido en su vieja barca y, conducido por los latidos de su corazón y
por una vocecilla que le acuciaba, se dirigió hacia Suwayqa, la Sueca de los infieles,
llegando allí cuando el sol ya saludaba a los hombres desde lo alto del cielo.
Encaminó
sus pasos al pequeño zoco de la población, con la esperanza de hallar allí al
ladrón intentando vender el objeto de su desespero para sacar algunos dirhams
y… en efecto allí estaba Wâhid, ofreciéndole la esfera con su amada prisionera
a un viejo de aspecto libidinoso, grueso y sudoroso vestido con ricos ropajes,
que parecía muy interesado en cuanto el ruin le contaba.
Corrió hasta él y, lanzándose como un carnero cabreado, golpeó el vientre
de Wâhid con la cabeza, haciéndole perder el equilibrio y expulsar todo el aire
que contenían sus pulmones, a la vez que soltaba la esfera que voló por encima
de sus cabezas. El grueso comprador alzó sus brazos queriendo hacerse con ella
pero, rehaciéndose con rapidez, Sa’id dio un salto y la atrapó en el aire elevándose
sobre el sudoroso anciano.
Con
ella entre sus manos, seguido por los gritos del infame Wâhid y del viejo, clamando
por el “robo”, corrió Sa’id perdiéndose entre las callejuelas de la población ocultándose
en un portal abierto, donde esperó para estar seguro de que nadie le seguía.
Llegó
luego hasta su barca y dando grandes y firmes perchadas se alejó de Suwayqa,
adentrándose en las aguas de la
Al-buhayra con dirección al lugar donde todo se inició.
Pero
Wâhid no se había dado por vencido y estaba convencido de poder hallar de nuevo
al joven y recuperar la esfera caída del cielo con la hermosa hurí en su
interior, aunque tuviera que hacer correr la sangre para conseguirlo
Llegados al mismo lugar donde yacieran la noche anterior, depositó Sa’id
la esfera en el suelo, surgiendo de inmediato la delicada Siomara que se arrojó
a sus brazos y besó con amor sus labios. Quedaron allí toda la tarde comiendo
algunos frutos que en la barca llevaba el joven para saciar su hambre y
bebiendo de las claras aguas del estanque para calmar su sed, aunque más les
alimentaron las caricias, las palabras, las miradas y los besos que el uno al
otro se ofrendaron.
Oscurecía cuando surgió de detrás de los matorrales el pérfido Wàhid
esgrimiendo un largo y curvado cuchillo; amenazando a los amantes con matarlos
si no le entregaban la esfera y se introducía la hurí en ella. Quiso tomar violentamente
a la muchacha de la mano provocando que ésta volviera a ser prisionera de la
bola, momento que aprovechó Sa’id para saltar sobre el rufián que, en un acto
reflejo, situó ante él el puñal que se clavó hasta la empuñadura en el cuerpo
del joven.
Allah, el que todo lo ve, el que todo lo sabe, el que todo lo puede,
había enviado en busca de la hurí caída del Paraíso a su guardián, el ángel Radwan,
que enternecido por el amor que envolvía a los jóvenes no había intervenido
hasta el momento, manteniéndose invisible junto a ellos. Pero ante la vil
acción de Wâhid se materializó y sujetó su mano para evitar que culminara el
asesinato.
Ya
era tarde, la vida se escapaba a borbotones por la profunda herida que la daga
produjo en el pecho de Sa’id. Siomara surgió de nuevo de la esfera para tomar
entre las suyas las manos de su amado y llorar amargamente ante el moribundo.
Sa’id
sonreía, como siempre, pero esta vez con mayor alegría que nunca en su rostro
pues, como le dijo a su amada con entrecortadas palabras, al morir podrían
estar juntos en el Paraíso, si Allah se lo permitía, durante los próximos mil
años. Y sonriendo murió, perdiendo sus ojos color miel el brillo que siempre
los alimentó.
Radwan, entristecido y enfurecido por lo sucedido, tomó el alma del
joven Sa’id y la introdujo en la esfera, haciendo entrar en ella también a la
hurí Siomara. Luego condenó al asesino Wâhid a vagar por toda la eternidad como
una sombra por las orillas del lago.
Y
tomando la esfera con los dos enamorados en sus manos voló hacia el cielo,
hacia el Paraíso, dejando tras de si una estela de plata que cayó hasta las
aguas de la laguna marcando para siempre el camino de las estrellas y que surge
en las noches de luna llena cuando su luz ilumina la Al-buhayra.
Y
Allah, en su infinita bondad y sabiduría, enternecido por la historia de los
dos jóvenes les concedió estar juntos, no mil, ni diez mil años, sino hasta el
fin de los tiempos.
Esta
es la auténtica historia de los enamorados Sa’id y Siomara que ocurrió hace
muchos, muchos años, y que espero os habrá llenado de gozo sabiendo que, al
final, consiguieron alcanzar la dicha de compartir eternamente su amor.
Pero permitidme
ahora que os suplique, gentiles escuchadores, que si algún día os topáis con la
sombra de Wâhid caminando perdido entre los altos cañizares de la Al-buhayra o en los
frondosos bosques y la floresta que la circundan, sentid pena por su destino y
elevad una plegaria al bondadoso Allah por su perdón, pues os aseguro que es
insufrible vivir sin vida y vagar llorando eternamente por un trágico error
cometido.
Os lo
digo yo que sé de lo que hablo, pues ya son muchos los siglos que vengo arrastrando
mi condena por estos parajes sin que Allah quiera perdonarme…
F
I N
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