domingo, 1 de marzo de 2015

SA'ID Y SIOMARA

Cuento premiado en el certamen del Ayuntamiento de Valencia "Concurso de fábulas, cuentos y relatos de l'Albufera 2013"



   La historia que voy a contaros ocurrió hace muchos, muchos años, cuando en estas tierras reinaba Abd al-Aziz ibn Amir, nieto del gran Al-Mansúr bi-Allah, y era la mano del glorioso Allah, sea por siempre bendito su nombre, la que gobernaba y ordenaba las vidas de los que las habitaban, según sus preceptos y revelaciones contenidas en el sagrado Alcorán, y era a él a quien los hombres elevaban sus plegarias.
  Era entonces mucho más grande este hermoso lago y muchos más densos los bosques que lo rodeaban, que llegaban hasta la bella Balansiya en su lado norte y a las muchas alquerías que circundaban sus orillas por el lado de poniente, Manzil-Nasr, Alboayal, Suhayla, Beni-Túzem, Al-Hofra, Banu-Barriyal y algún pequeño puerto de pescadores; regando con sus aguas por el sur importantes poblaciones como son Colla-Aeria, Suwayqa y Al-jabbazín, además de algunas otras alquerías como Al-Balat o Suylana.  Todas ellas han crecido hoy convirtiéndose, en manos de infieles, en núcleos donde ellos habitan y donde se persiguió a nuestros hermanos de fe con saña, buscando su conversión o su muerte. València, Massanassa, Albal, Silla, Benetússer, Alfafar, Beniparrell y otra que llaman Catarroja, Cullera, Sueca, Algemesí, Albalat, Sollana… tales han sido los nombres con que han designado los hijos cristianos del diablo a las que antaño fueran hermosas y ricas alquerías y pueblos de sonoras y bellas denominaciones en nuestra cantarina lengua.
  Y fue aquí, junto a las límpidas  aguas de este estanque, al que llamamos Al-buhayra y los cristianos Albufera distorsionando la pronunciación de su nombre verdadero, entre los cañaverales que surgen al lado de las claras y dulces aguas que provienen de numerosos riachuelos y manantiales y se  mezclan sin rubor con las saladas aguas del mar; aquí mismo fue donde nació en una humilde barraca el primogénito de un joven matrimonio de escasos posibles y muchas ilusiones, un niño al que pusieron por nombre Sa’id, que como sabéis quiere decir “feliz”, pues al poco de nacer ya se distendieron en una sonrisa sus pequeños labios, sonrisa que jamás desapareció de ellos en todos los años que vivió.
  Fue Sa’id el primero de una numerosa prole, hasta doce hermanos tuvo, cuatro niños y ocho niñas. Al nacer el último de ellos su padre, desesperado por la pobreza en la que vivían, decidió marchar a la ciudad de Balansiya en busca de mejor fortuna, dejando a cargo de su amada esposa Yazira y del joven Sa’id la barraca que habitaban y el trozo de tierra que cultivaban.
  Sa’id transmitía su vitalidad y su alegría a su madre y a sus hermanos haciéndoles más llevadero el sufrimiento por su situación, multiplicándose para realizar las tareas de la casa y de la huerta además de encontrar tiempo para jugar con los más pequeños, cazar liebres y perdices entre la frondosa vegetación que rodea la laguna y, sobre todo, algo que le encantaba, escapar por las noches a pescar en una pequeña barquichuela que impulsaba con una larga vara llamada percha hasta las partes más profundas de la Al-buhayra, para llevar por la mañana ricos peces que colocar en la mesa de su casa.
  Su padre regresaba a casa cada quince o veinte días, cuando el sol asomaba por encima de los altos pinos, trayendo sus miserables ganancias convertidas en alimentos, ropas y alguna baratija, suponiendo su llegada una fiesta en la casa de la que todos participaban con júbilo y el mismo día, poco antes del anochecer, volvía a marchar a la ciudad. Con el tiempo se distanciaron más sus visitas hasta que un día, a la hora de partir, se despidió de su mujer diciéndole que iba a la guerra para ganar más dineros y que no sabía cuando volvería.
  Y allí quedaron todos llorando de pena, todos menos Sa’id que, con gesto alegre despedía a su padre, asegurándoles a sus hermanos que lo verían volver cargado de oro y de honores, pues era valiente y fuerte y tendría grandes aventuras que después les contaría a la luz de la lumbre en las noches de invierno.
  Pasaron los años y Sa’id se convirtió en un joven fuerte y hermoso, de facciones marcadas y musculoso cuerpo, de pelo negro y ojos color de la miel, aunque nada cambió su carácter alegre y feliz ni cejó en su constante laborar para llevar adelante a su familia mientras esperaban el retorno de su padre. Seguía saliendo cada noche en busca de pesca con su pequeña barca y la percha, recorriendo las aguas de la Al-buhayra para capturar las escurridizas anguilas con unas cestas que el mismo hizo, o los sabrosos llobarros o los pequeños pero ricos samarucs, o las llisas que tan buenas están al horno. Muchas horas permanecía perchando en las claras aguas de la Al-buhayra, pues le encantaba aquel faenar, alumbrado por la luz de la luna y el brillo de las estrellas.
  Y desde el cielo, sin que él lo supiera, lo contemplaban todas noches los tiernos ojos enamorados de una bellísima hurí que vivía con otras muchas habitando la Yanna, el paraíso del que habla nuestro Al Corán, y en el que esperan la arribada de los fieles que abandonan el mundo de los vivos para reposar durante mil años junto a ellas, disfrutando de los placeres y las bendiciones ganadas por su recto proceder en la tierra viviendo según los preceptos coránicos, compartiendo allí las delicias de la existencia más placentera junto a las huríes, los ghilman y los malaks, benditos ángeles del paraíso.
  Esta joven virgen asomaba cada noche, como ya os he dicho, al balcón de oro de su pabellón desde el que veía faenar alegre y feliz al joven Sa’id, soñando con estar a su lado algún día, enamorada sin saberlo de aquel bronceado pescador.
  Quiso el destino, juguetón en ocasiones, que esta hurí asomara en exceso una de las noches en que la luna más brillaba en el cielo y perdiera el equilibrio cayendo hasta la tierra convertida en una estrella de blancos destellos, que descendió rápida como el viento hasta penetrar con un sordo sonido en las transparentes aguas de la gran laguna de la Al-buhayra, no muy lejos de donde estaba faenando en su pequeña barquita el joven Sa’id que la vio caer sorprendido a la vez que maravillado por tan prodigioso suceso.
  Perchó con firmeza el muchacho hasta llegar al lugar donde la estrella cayera, viendo a través de las limpias aguas la brillante bola de luz que reposaba entre el fango. Sin pensarlo dos veces se arrojó al agua bajando hasta donde la estrella estaba y, tomándola entre sus manos, volvió a la superficie comprobando que su tacto era tibio, agradable. Más cual no sería su sorpresa al distinguir, dentro de aquella esfera que parecía de cristal y que emanaba luz, la delicada figura de una muchacha que lo miraba atemorizada, diminuta y frágil, desde el interior, abrazando sus piernas como un niño asustado.
  La tranquilizó Sa’id hablándole con suave voz y sonriéndole como solo él sabía hacerlo.
  Pero no fueron los ojos de Sa’id los únicos que vieron la caída de la estrella. Oculto entre las cañas se escondía un rufián con alma de shaiatím, el pérfido diablo, llamado Wâhid, que significa “solo”, pues solo había vivido toda su vida apartado de los demás por su carácter extraño y violento. Contempló con interés la recogida de la esfera por parte de Sa’id y se prometió hacerse con ella para venderla y sacar unos buenos dirhams de plata.
  Llegado hasta la orilla, depositó Sa’id la esfera en el suelo y… ¡Oh, maravilla!, la hermosa doncella que en ella estaba surgió esplendorosa, vestida con las delicadas gasas de hurí y con su cara descubierta dejando ver la finura de la línea de su nariz, la suavidad sensual de sus labios y la intensidad del mar reflejada en sus ojos, llevando, enredada en su negro cabello una diadema con letras de oro. Al momento Sa’id quedó prendado de tanta hermosura y cayó arrodillado a los pies de la virginal muchacha, encendidos sus sentidos por la contemplación de tanta belleza. Los lazos del amor los enredaron a ambos aquella noche y se juraron no separarse jamás, viendo cumplido su deseo, la joven, de yacer con aquel magnífico y alegre núbil, y sintiéndose él obnubilado por la delicada belleza de aquella vestal a la que entregó su corazón para toda la eternidad y a la que puso por nombre Siomara, la estrella más hermosa del universo.
  Mas el villano Wâhid había llegado cerca de los amantes y contemplado toda la escena que ante él se desarrolló, hasta que ambos quedaron placidamente dormidos bajo la mirada amable de la luna. Salió Wâhid, sigiloso como un zorro, de su escondite con intención de raptar a la muchacha, pues mayor sería el beneficio por una esclava bella que por una bola brillante, pero al tocarla ésta abrió los ojos y, con mayor rapidez de la que os lo cuento, volvió a introducir su cuerpo en la esfera de luminoso cristal, quedando de nuevo prisionera en ella.
  Wâhid la tomó con ávida ruindad e introduciéndola bajo sus ropas salió corriendo.
  Despertó a Sa’id un desesperado grito que resonaba en su cabeza, demandándole auxilio, y que identificó rápidamente como de Siomara, su amada hurí. Levantó sobresaltado comprobando que la muchacha y la esfera habían desaparecido.
  Tomando de nuevo su barquita, perchó con desespero hasta llegar a su barraca donde, con voz entrecortada y llorando por vez primera en su vida, contó a su madre lo sucedido; explicándole finalmente que debía partir en busca de Siomara pues su corazón había perdido la alegría y moriría si no la hallaba de nuevo.
  Subido en su vieja barca y, conducido por los latidos de su corazón y por una vocecilla que le acuciaba, se dirigió hacia Suwayqa, la Sueca de los infieles, llegando allí cuando el sol ya saludaba a los hombres desde lo alto del cielo.
  Encaminó sus pasos al pequeño zoco de la población, con la esperanza de hallar allí al ladrón intentando vender el objeto de su desespero para sacar algunos dirhams y… en efecto allí estaba Wâhid, ofreciéndole la esfera con su amada prisionera a un viejo de aspecto libidinoso, grueso y sudoroso vestido con ricos ropajes, que parecía muy interesado en cuanto el ruin le contaba.
  Corrió hasta él y, lanzándose como un carnero cabreado, golpeó el vientre de Wâhid con la cabeza, haciéndole perder el equilibrio y expulsar todo el aire que contenían sus pulmones, a la vez que soltaba la esfera que voló por encima de sus cabezas. El grueso comprador alzó sus brazos queriendo hacerse con ella pero, rehaciéndose con rapidez, Sa’id dio un salto y la atrapó en el aire elevándose sobre el sudoroso anciano.
  Con ella entre sus manos, seguido por los gritos del infame Wâhid y del viejo, clamando por el “robo”, corrió Sa’id perdiéndose entre las callejuelas de la población ocultándose en un portal abierto, donde esperó para estar seguro de que nadie le seguía.
  Llegó luego hasta su barca y dando grandes y firmes perchadas se alejó de Suwayqa, adentrándose en las aguas de la Al-buhayra con dirección al lugar donde todo se inició.
  Pero Wâhid no se había dado por vencido y estaba convencido de poder hallar de nuevo al joven y recuperar la esfera caída del cielo con la hermosa hurí en su interior, aunque tuviera que hacer correr la sangre para conseguirlo
  Llegados al mismo lugar donde yacieran la noche anterior, depositó Sa’id la esfera en el suelo, surgiendo de inmediato la delicada Siomara que se arrojó a sus brazos y besó con amor sus labios. Quedaron allí toda la tarde comiendo algunos frutos que en la barca llevaba el joven para saciar su hambre y bebiendo de las claras aguas del estanque para calmar su sed, aunque más les alimentaron las caricias, las palabras, las miradas y los besos que el uno al otro se ofrendaron.
  Oscurecía cuando surgió de detrás de los matorrales el pérfido Wàhid esgrimiendo un largo y curvado cuchillo; amenazando a los amantes con matarlos si no le entregaban la esfera y se introducía la hurí en ella. Quiso tomar violentamente a la muchacha de la mano provocando que ésta volviera a ser prisionera de la bola, momento que aprovechó Sa’id para saltar sobre el rufián que, en un acto reflejo, situó ante él el puñal que se clavó hasta la empuñadura en el cuerpo del joven.
  Allah, el que todo lo ve, el que todo lo sabe, el que todo lo puede, había enviado en busca de la hurí caída del Paraíso a su guardián, el ángel Radwan, que enternecido por el amor que envolvía a los jóvenes no había intervenido hasta el momento, manteniéndose invisible junto a ellos. Pero ante la vil acción de Wâhid se materializó y sujetó su mano para evitar que culminara el asesinato.
  Ya era tarde, la vida se escapaba a borbotones por la profunda herida que la daga produjo en el pecho de Sa’id. Siomara surgió de nuevo de la esfera para tomar entre las suyas las manos de su amado y llorar amargamente ante el moribundo.
  Sa’id sonreía, como siempre, pero esta vez con mayor alegría que nunca en su rostro pues, como le dijo a su amada con entrecortadas palabras, al morir podrían estar juntos en el Paraíso, si Allah se lo permitía, durante los próximos mil años. Y sonriendo murió, perdiendo sus ojos color miel el brillo que siempre los alimentó.
  Radwan, entristecido y enfurecido por lo sucedido, tomó el alma del joven Sa’id y la introdujo en la esfera, haciendo entrar en ella también a la hurí Siomara. Luego condenó al asesino Wâhid a vagar por toda la eternidad como una sombra por las orillas del lago.
  Y tomando la esfera con los dos enamorados en sus manos voló hacia el cielo, hacia el Paraíso, dejando tras de si una estela de plata que cayó hasta las aguas de la laguna marcando para siempre el camino de las estrellas y que surge en las noches de luna llena cuando su luz ilumina la Al-buhayra.
  Y Allah, en su infinita bondad y sabiduría, enternecido por la historia de los dos jóvenes les concedió estar juntos, no mil, ni diez mil años, sino hasta el fin de los tiempos.
  Esta es la auténtica historia de los enamorados Sa’id y Siomara que ocurrió hace muchos, muchos años, y que espero os habrá llenado de gozo sabiendo que, al final, consiguieron alcanzar la dicha de compartir eternamente su amor.
  Pero permitidme ahora que os suplique, gentiles escuchadores, que si algún día os topáis con la sombra de Wâhid caminando perdido entre los altos cañizares de la Al-buhayra o en los frondosos bosques y la floresta que la circundan, sentid pena por su destino y elevad una plegaria al bondadoso Allah por su perdón, pues os aseguro que es insufrible vivir sin vida y vagar llorando eternamente por un trágico error cometido.
  Os lo digo yo que sé de lo que hablo, pues ya son muchos los siglos que vengo arrastrando mi condena por estos parajes sin que Allah quiera perdonarme…

                                                                       F I N 


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