Caminaba dolorida, cargada con un
pesado fardo a sus espaldas, tirando de la cuerda que ataba a modo de arnés la
cabeza del tozudo mulo; soportando las palabras de desprecio de su esposo y
dueño que, a horcajadas sobre el macho, iba golpeando con su varita de cerezo
ora el lomo del animal ora la cabeza de la mujer cubierta por el asfixiante
burka.
El sol castigaba sin piedad
calentando las piedras del camino y los cuerpos de los viajeros que atravesaban
la montaña con paso cansino, haciendo equilibrios por el sinuoso y estrecho sendero
para no caer al fondo del profundo barranco.
El hombre detuvo la marcha para
poner pie a tierra. Descolgó el odre de agua y bebió un buen trago, después
llenó su mano con el liquido refrescante y se lo ofreció al mulo que bebió con
fruición, finalmente volvió a llenar su mano y se la tendió a la mujer que,
levantando ligeramente el burka, sorbió con mesura.
Tras colgar de nuevo el odre,
dedicó unas palabras de cariño al animal y se dispuso a subir a su lomo, con
tan mala fortuna que empujó a la bestia obligándola a dar un traspiés, apoyando
mal sus pezuñas en una roca suelta que no aguantó el peso del mulo, cediendo,
precipitándose al barranco, provocando al desprenderse la falta de sostén del
macho y su caída al vacío llevando al hombre cogido a su cuello.
La mujer soltó instintivamente
la cuerda que en su mano sujetaba evitando ser arrastrada.
En silencio, dejó el fardo y se
asomó, para ver, retorcido y sangrante, a su esposo y dueño en el fondo, junto
al cadáver del mulo.
Escupió, se desprendió del burka
dejándolo sobre el fardo y, lentamente, prosiguió su camino, libre, sin volver
la vista atrás ni una sola vez.