Verdaderamente aquello no era una delicia para
los sentidos. Mientras el niño atacaba el violín con inusitado vigor y
desafortunada pericia, su madre, embelesada, me miró de soslayo como haciéndome
partícipe de su ciega admiración. Yo cerré mis ojos aparentando concentrarme y
moví lentamente la cabeza intentando inútilmente seguir el ritmo de una
inexistente melodía, que pretendía ser la Sonata en B menor de List.
Soportar los desagradables
chirridos que del instrumento extraía el pequeño era una auténtica declaración
de intenciones por mi parte.
Ya durante la cena, la
glotonería y la impertinencia del muchacho me incitaron a salir corriendo o
abofetearlo, pero supe contenerme y sonreír. La belleza de su madre eclipsaba cualquier
otra sensación.
En breve, estaba seguro, el
pequeño diablillo se iría a dormir y yo disfrutaría al fin del ardiente y
escultural cuerpo de aquella mujer que había conocido días atrás en un
concierto en el Palau, envueltos ambos por las vibrantes melodías de Mahler.
Súbitamente el violinista
detuvo su desconcertante sonata, lo que me hizo abrir los ojos pensando que el
martirio había concluido. Pero no, no era ése el motivo de la interrupción.
―Mama, tengo angustia… ―dijo apartando
el instrumento de su cara.
Y, sin compasión, desató una
auténtica catarata de mal digeridos alimentos por la boca, que se desparramó
sobre el suelo y sobre mis pantalones…
Fue un glorioso improvvisato finale brioso.
Todo se complicó, todo salio mal.
El ardiente cuerpo de la
madre acabó en la cama con el concertista y yo… yo terminé dormido en un sofá
maldiciendo mi suerte, sin pantalones y abrazado al violín.
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