Mientras expiro lentamente el
humo del cigarrillo y dejo que sus volutas me envuelvan, como una neblina que
se esfuma rápidamente, se materializa en mi cabeza la imagen voluptuosa de
Julia, sensual, excitante, tan lejana, tan dolorosamente lejana.
A ella, estaba claro, le gustaban
los chicos malos y por ello ha acabado de esta manera, bañada en sangre y
abrazada al imbécil de Juanito, que siempre se las había dado de duro.
Lo nuestro fue imposible, porque
ella no quiso, claro. Prefirió a ese estúpido antes que a mí. Y eso me causó
una profunda herida en el corazón que nunca cicatrizó, que mucho me hizo
sangrar por dentro y por ello no pude dejar de odiarlos, ni de amarlos.
La suya fue una relación
tempestuosa, insultadora, violenta y, sobre todo, con mucho sexo: a cualquier
hora del día, en cualquier lugar.
Parece que los veo todavía
revolcándose entre las cajas del almacén, o sobre la mesa de la oficina, sin
importarles que yo estuviera delante, inmunes al decoro, provocándome,
causándome más dolor, porque ambos sabían que yo estaba enamorado de ella, que
mi amistad por Juan venía de lejos, y parecían disfrutar haciendo ostentación
de su deseo, de su desbocada locura amorosa.
Julia lo incitó a entrar en
aquel mundo del dinero fácil y rápido, tenía un don especial en la mirada y
podía llegar a convencerte sin decir palabra. Ella necesitaba dinero para
sentirse feliz y Juan se cegó y se arriesgó para conseguirlo, a pesar de mis
consejos, a pesar de mi insistencia en que no lo hiciera. Hasta que, en su loca
carrera a lomos del corcel hecho de blanco polvo, quisieron volar y hacer
negocios por su cuenta. Iban a escapar lejos con lo que consiguieran, eso
decían, iban a desaparecer para siempre.
Sabían del grave peligro que
corrían: el clan de los colombianos no perdona, para ellos
la vida no vale una puta mierda…
Y ahora están muertos, bañados en su propia
sangre, abrazados como en una sangrienta cópula mortal. Ahora sí la he perdido
para siempre. Ha sido mi último error, ellos han marchado juntos y yo me pudro
aquí llorando su ausencia.
¡Malditos celos!
También yo perdí mi vida al delatarlos.
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