miércoles, 7 de enero de 2015

EL ADIOS



     Le sorprendió su llamada aquella misma mañana rogándole que le permitiera hablarle, suplicándole que le diera la oportunidad de verla una vez más. Clara accedió después de escuchar palabras de perdón y lagrimas sofocadas a través del teléfono, pero impuso la condición de que el encuentro se realizara en un lugar público, a la luz del día y él accedió.
     Valencia brillaba iluminada por el suave sol de una nueva primavera, después de una noche de lluvia y luz de relámpagos, cuando Clara salió del patio para acudir a la cita. En las calles todavía quedaban pequeños charcos.
     Habían quedado en la cafetería donde muchas veces se citaban antes de casarse, en la plaza de la Virgen, frente a los jardines del Palau, al otro lado de la Basílica, mirando la puerta gótica de la Catedral, la de los Apóstoles. Ella llegó puntal, él ya estaba esperándola.
     Ahora lo tenía sentado delante, mirándola con los ojos enrojecidos por el llanto, sorbiendo con angustia el dolor y el remordimiento que aparentemente le comía las entrañas, o eso era lo que le había dicho con un torbellino de palabras con las que pretendió enturbiar sus sentidos, como siempre hacía, empalagosamente tiernas y llenas de reproches por su maldita conducta insegura y celosa que lo llevaba por caminos que el no deseaba recorrer.
     -¡Te juro por el amor que nos hemos tenido, y que yo sufro todavía, que nunca más volveré a tocarte! –clamó finalmente entre sollozos- ¡Dame una nueva oportunidad o moriré! –afirmó dando a su voz un tono dramático y desesperado que a punto estuvo de hacerla ceder.
     Pero no, la decisión estaba tomada.
     -No –negó lacónica Clara-. Se ha acabado Tomás. He venido porque me has dado pena por teléfono, pero ésta es la última vez que nos vemos a solas. La próxima será en el juzgado.
     El rostro del hombre cambió. Secó sus lágrimas con el dorso de la mano, asió con lentitud la taza de café que tenía frente a él y, tras tomar el último sorbo, lució una inquietante sonrisa.
     -No me dejas vida para odiarte –le dijo con suave voz-, después de esto mi amor a muerto, yo estoy muerto, los dos estamos muertos.
     Clara frunció el ceño y se aferró a su bolso, temiendo que Tomás hiciera alguna barbaridad, pero él permaneció sentado mirándola a los ojos, sereno ahora, sonriente.
     -Me voy, Tomás -concluyó Clara tratando de ocultar el temor que la embargaba-. Quiero entrar en la Basílica antes de volver a casa.
     -Ve y habla con tu Virgen, quizá ella te haga más feliz que yo –comentó él con amarga ironía, escupiéndole las palabras mientras tomaba un cigarrillo de su pitillera.
     Ella se levantó y se giro, dándole la espalda a Tomás. Oyó el sonido de su Zippo al encender el cigarrillo. Cerró los ojos y echó a andar. Cruzó, todavía asustada, la plaza haciendo que las palomas que la llenan buscando los trozos de pan o de arroz que les tira la gente, anadearan huyendo de su camino.

     Arrodillada en el silencio del templo, ante la imagen de la Virgen de los Desamparados, rezó y lloró en silencio hasta calmarse. Antes de salir encendió una vela por el hijo que nunca llegó a nacer, por el que escapó de su cuerpo a causa de los golpes de Tomás que la hicieron caer por la escalera.
     Salió de nuevo a la luz de plaza, serena, tranquila, y miró hacia la mesa donde habían estado sentados antes. Tomás ya no estaba. Suspiró y se dispuso a bajar los dos escalones que tenía ante sí…
     Oyó el estampido tras de ella.
     Sintió un terrible golpe en la espalda que le atravesó el pecho.
     Cayó hacia delante sin comprender nada.
     Lo último que vieron sus ojos fue la cortina blanca de palomas emprendiendo el vuelo, asustadas por la detonación.
     El proyectil reventó su corazón y le arrebató la vida que aun soñaba.
     No se enteró del otro disparo, el que llenó la fachada de la Basílica con la sangre y los sesos de Tomás.

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