Le
sorprendió su llamada aquella misma mañana rogándole que le permitiera
hablarle, suplicándole que le diera la oportunidad de verla una vez más. Clara
accedió después de escuchar palabras de perdón y lagrimas sofocadas a través
del teléfono, pero impuso la condición de que el encuentro se realizara en un
lugar público, a la luz del día y él accedió.
Valencia brillaba iluminada por el suave
sol de una nueva primavera, después de una noche de lluvia y luz de relámpagos,
cuando Clara salió del patio para acudir a la cita. En las calles todavía
quedaban pequeños charcos.
Habían quedado en la cafetería donde
muchas veces se citaban antes de casarse, en la plaza de la Virgen, frente a los
jardines del Palau, al otro lado de la Basílica, mirando la puerta gótica de la Catedral, la de los
Apóstoles. Ella llegó puntal, él ya estaba esperándola.
Ahora lo tenía sentado delante, mirándola
con los ojos enrojecidos por el llanto, sorbiendo con angustia el dolor y el
remordimiento que aparentemente le comía las entrañas, o eso era lo que le
había dicho con un torbellino de palabras con las que pretendió enturbiar sus
sentidos, como siempre hacía, empalagosamente tiernas y llenas de reproches por
su maldita conducta insegura y celosa que lo llevaba por caminos que el no
deseaba recorrer.
-¡Te juro por el amor que nos hemos tenido,
y que yo sufro todavía, que nunca más volveré a tocarte! –clamó finalmente
entre sollozos- ¡Dame una nueva oportunidad o moriré! –afirmó dando a su voz un
tono dramático y desesperado que a punto estuvo de hacerla ceder.
Pero no, la decisión estaba tomada.
-No –negó lacónica Clara-. Se ha acabado
Tomás. He venido porque me has dado pena por teléfono, pero ésta es la última
vez que nos vemos a solas. La próxima será en el juzgado.
El rostro del hombre cambió. Secó sus
lágrimas con el dorso de la mano, asió con lentitud la taza de café que tenía
frente a él y, tras tomar el último sorbo, lució una inquietante sonrisa.
-No me dejas vida para odiarte –le dijo
con suave voz-, después de esto mi amor a muerto, yo estoy muerto, los dos
estamos muertos.
Clara frunció el ceño y se aferró a su
bolso, temiendo que Tomás hiciera alguna barbaridad, pero él permaneció sentado
mirándola a los ojos, sereno ahora, sonriente.
-Me voy, Tomás -concluyó Clara tratando de
ocultar el temor que la embargaba-. Quiero entrar en la Basílica antes de volver
a casa.
-Ve y habla con tu Virgen, quizá ella te
haga más feliz que yo –comentó él con amarga ironía, escupiéndole las palabras
mientras tomaba un cigarrillo de su pitillera.
Ella se levantó y se giro, dándole la
espalda a Tomás. Oyó el sonido de su Zippo al encender el cigarrillo. Cerró los
ojos y echó a andar. Cruzó, todavía asustada, la plaza haciendo que las palomas
que la llenan buscando los trozos de pan o de arroz que les tira la gente, anadearan
huyendo de su camino.
Arrodillada en el silencio del templo,
ante la imagen de la Virgen
de los Desamparados, rezó y lloró en silencio hasta calmarse. Antes de salir
encendió una vela por el hijo que nunca llegó a nacer, por el que escapó de su
cuerpo a causa de los golpes de Tomás que la hicieron caer por la escalera.
Salió de nuevo a la luz de plaza, serena,
tranquila, y miró hacia la mesa donde habían estado sentados antes. Tomás ya no
estaba. Suspiró y se dispuso a bajar los dos escalones que tenía ante sí…
Oyó el estampido tras de ella.
Sintió un terrible golpe en la espalda que
le atravesó el pecho.
Cayó hacia delante sin comprender nada.
Lo último que vieron sus ojos fue la
cortina blanca de palomas emprendiendo el vuelo, asustadas por la detonación.
El proyectil reventó su corazón y le
arrebató la vida que aun soñaba.
No se enteró del otro disparo, el que
llenó la fachada de la Basílica
con la sangre y los sesos de Tomás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario