Tenía París en sus manos.
Sujetándolo firmemente pero con ternura.
Tan suyo era que podía hacer que
nevara con solo darle la vuelta.
Cristalino, diminuto ensueño con
la torre Eiffel de fondo.
Aquel París se lo trajo su padre
cuando era una niña, a la vuelta de uno de sus múltiples viajes, y lo había
conservado amorosa, religiosamente, en el estante de los sueños pendientes,
puesto que pendiente quedó que él la llevara un día a conocer la capital de
Francia.
Pero eso iba a cambiar, ya tenía
el billete en su bolso, su padre se lo había regalado dos semanas antes por su
diez y ocho cumpleaños. Tres días más y conocería la ciudad “más brillante de
la tierra”, según le explicaba su padre con los ojos rebosantes de emoción.
Se acercó con pasos cortos pero
decididos hasta donde él estaba.
Besó su mejilla y, con
delicadeza, derramando silenciosas lágrimas, deposito París a su lado, entre el
raso acolchado que recubría la madera, antes de que cerraran definitivamente el
féretro.
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