Salvo, quizás, por aquella casi imperceptible gota de sangre seca en el pañuelo
con el que cubría su cuello, nada la delataba.
La recepción
se hacía interminable, no encontraba con quien saciar su erógena necesidad, su
sed. Comenzaba a sopesar la posibilidad de salir de allí, de escapar a otro lugar.
Súbitamente
los rostros de quienes la rodeaban se volvieron borrosos, invisibles, sólo tuvo
ojos para verlo a él. Sus miradas se cruzaron por un momento descubriéndose, en
el brillo de sus pupilas, el deseo que los encendía. Ella sintió de nuevo el
fuego corriendo por sus venas, ese fuego irresistible que la quemaba por
dentro. Se acercó hasta el hombre y rozó como por descuido su pierna con los
dedos, consiguiendo que él sonriera, cómplice de su insinuación. Con un leve
movimiento de los ojos lo invitó a que la siguiera, fuera, lejos de aquella
masa amorfa de rostros sin vida: lo necesitaba. Él asintió levemente con la
cabeza y tomó la mano que ella le tendía con disimulo.
Abandonaron el bullicioso salón para entrar, sin ser vistos, en la
biblioteca. Él cerró la puerta por dentro y se volvió para mirar detenidamente
a la bella mujer, al tiempo que deshacía la pajarita de su cuello y dejaba caer
la chaqueta del smoking.
Tras
un largo y apasionado beso que los llevó
hasta la mullida alfombra, ella le abrió con furia la camisa besando cada
milímetro de la piel de su pecho y él apartó con ardor el fino pañuelo de seda
que cubría el cuello de la mujer llevando su dedo con amorosa sensualidad por la
curva de su pequeña oreja, perfilando su barbilla, acariciando la delicada tersura
de su mejilla, la suavidad de sus finos parpados, de sus pestañas, delineando
la perfección de sus entreabiertos
labios.
En
una repetida ceremonia de lujuria y ansiedad irrefrenable descubrieron de ropas
sus cuerpos hasta quedar desnudos y tomarse el uno al otro: el deseo se hizo
carne fundiéndolos en una frenética y desesperada lucha por dominar el placer, derramándose
él dentro de ella más de una vez.
Después,
ahíto él, derrumbado, derrotado por la violencia de tanta pasión desbocada, buscó
ella, trepando ronroneante por el cuerpo del vencido, el perfecto cuello del
hombre y, con un rápido e inesperado movimiento, clavó sus colmillos para
succionar con deleite, con ávido gozo, la sangre de su amante, sintiendo que
renacía vigorosa con aquel cálido néctar, como siempre le ocurría.
Aquella vez su víctima apenas opuso
resistencia.
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